Con la crisis económica han proliferado los colectivos que trabajan desde abajo, escuchando a los usuarios

El oncólogo Surendra Shastri lleva 20 años salvando la vida a mujeres en el hospital Tata Memorial de Bombay. Lo hace sin laboratorios ni patólogos. La Sociedad Americana de Oncología Clínica (ASCO) lo premió por prevenir el cáncer entre los más pobres utilizando únicamente vinagre para blanquear las células premalignas en el útero. El coste de su método preventivo es de 40 céntimos de euro. Sus consecuencias, imprevisibles. 

Trabajar con lo que se tiene a mano, sin esperar la llegada de grandes presupuestos, ha sido una constante en la historia de la humanidad. De repente se ha convertido en el gran reto del siglo XXI. También de su arquitectura. ¿Por qué? Por la colosal desigualdad. Vivimos en un mundo global que el 75% del planeta no puede aspirar a compartir con justicia. Convertir la arquitectura en una disciplina inclusiva se ha vuelto tan necesario para el mundo como para los arquitectos. En su mejor versión, esta profesión ha demostrado que puede hablar desde la culminación de la cultura. Debe establecer ahora cómo situarse en la cima de la sociedad trabajando desde abajo, escuchando las necesidades de las personas antes de aplicar teorías o estrategias que sólo sirven para construir con muchos medios y en ciudades formales.

Más que una cuestión ética, la nueva arquitectura aborda un asunto pragmático. Nunca antes hubo tantos proyectistas. Ya no son una clase privilegiada. Por eso su mirada se extiende hasta lugares y clientes alejados del privilegio. Que tiene más sentido reparar barrios deteriorados que inaugurar nuevos vecindarios es fácil de entender en todos los ámbitos excepto en el de la especulación inmobiliaria. Esa es una clave de la nueva arquitectura: debe decidir si quiere ser solución social, cultura o negocio. En qué orden. Y en qué proporción.

Otra clave está en los profesionales centrados en los problemas urgentes. Su fuerza radica en la necesidad. Su viabilidad, en la confianza. “Vivir sencillo salva vidas”, anuncia la fachada del estudio de los ecuatorianos Al Borde. Para ellos, como para cientos de colectivos (muchos españoles y latinoamericanos agrupados en la red internacional de Arquitecturas Colectivas), el método de trabajo consiste en colaboración, reciclaje y diálogo. Recombinando lo existente y pensando sin prejuicios, colaborando con profesionales de otras disciplinas (educadores, sociólogos o artistas), la fuerza de sus construcciones radica en el ingenio y la habilidad para desarrollar sistemas constructivos. El coste limitado es tan importante como la idea brillante.

El chileno Alejandro Aravena y su estudio Elemental han construido viviendas incrementales en las que entregan a los clientes estructuras ampliables. El usuario completa su casa cuando sus posibilidades y necesidades cambian. Tras exponer en bienales de arte, los franceses Lacaton & Vassal restauran edificios añadiéndoles una fachada que aumenta la superficie útil y mejora el aislamiento. Lo hacen sin desalojar a los inquilinos. Son muchos los arquitectos que, como el colectivo Assemble, se han fijado en las necesidades reales de la gente.

Este tipo de arquitectura reparadora e inclusiva no es una crítica a los logros tecnológicos ni a los mejores edificios. Es una urgencia que hasta ahora escapaba a los intereses de la mayoría de los profesionales de igual manera que las mujeres que no pueden pagar una citología escapan a las estadísticas de la prevención del cáncer. Con todo, el empoderamiento de los ciudadanos no puede hacer pensar que cualquiera puede trabajar como arquitecto. Todo lo contrario, la figura del profesional como guía, con conocimiento técnico y un repertorio de soluciones fiables, es más necesaria que nunca. Se necesitan pensadores y ejecutores capaces de demostrar que la arquitectura puede, real y no sólo teóricamente, transformar la vida de la gente.

Fuente: El País