Rafael Aranda, Ramón Vilalta y Carme Pigem reciben el galardón más prestigioso de su disciplina

“Ya está, ya está, ya está…”. Carme Pigem (1962) está eufórica. Pero se expresa con contención. Fue ella la que respondió a la llamada teléfonica que anunciaba que le habían concedido el premio Pritzker, el más importante del mundo en el campo de la arquitectura. A ella, a su marido Ramón Vilalta (1960) y a Rafael Aranda (1961), los otros dos socios del estudio RCR. “Lo creí, porque con estas cosas no se bromea”, dice, pero desde entonces ha vivido con miedo a que se le escapase. Reporteros de The New York Times o la CNN han llegado hasta Olot (Girona), donde ella y sus compañeros llevan casi tres décadas dedicándose a la arquitectura con una devoción casi religiosa. Por eso la celebración del Premio Pritzker con sus 30 empleados en la antigua fundición que es hoy su estudio tiene algo de liturgia.

“El respeto por lo existente y la proyección de futuro, la convivencia entre lo local y lo universal” es lo que ha visto en sus trabajos un jurado preocupado por un mundo en el que lo genérico está arrasando lo particular. La estrecha colaboración entre los tres proyectistas, la importancia de la artesanía frente a la industria y la búsqueda de la universalidad desde el cuidado de las raíces es lo que premia el Pritzker 2017 al reconocer a este trío cosmopolita y de pueblo que desde que se conociera, en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, apostó por diseñar a seis manos. Hasta hoy, el galardón más importante en su disciplina sólo lo había ganado un español, Rafael Moneo, premiado en 1996. Los nuevos ganadores tienen claro qué otro arquitecto lo merecería: “Sin duda, Enric Miralles”, contestan sin pestañear.

Aunque varios dúos se han hecho con el premio —Herzog & de Meuron o Sejima y Nishizawa— esta es la primera vez que el galardón reconoce a tres arquitectos, subrayando así el componente colectivo de la disciplina. Hoy en la mesa que los tres comparten hay más planos que cava. La decisión de sentarse juntos llegó cuando, con 24 años, regresaban de su primer viaje a Japón. “En el avión dibujamos la mesa de cerezo que hemos compartido durante 30 años”, señala Aranda. Si el trabajo en equipo salió de la escuela y el paisaje de su infancia en la comarca de La Garrotxa, lo que les descubrió su senda arquitectónica fue ese viaje. En Japón aprendieron la importancia de diseñar el camino para llegar a los sitios. “Es fundamental ir encontrando la arquitectura, evitar que te asalte. Retrasar el encuentro multiplica las sensaciones y convierte un edificio en un descubrimiento”, explica de nuevo Vilalta.

En ese camino hasta el edificio radica la importancia que este estudio ha concedido siempre al paisaje. Tal vez por eso una de sus primeras obras, el Estadio Tussols-Basil de Olot (2000) sea una pista de atletismo singular salpicada por los árboles que llegaron antes que la pista. Más allá de la tierra y la vegetación, también las personas han definido la arquitectura de RCR. “Las casas han sido nuestro laboratorio”, admite Carme Pigem. Sus primeros logros fueron casas extraordinarias para gente corriente, viviendas de vanguardia para un herrero, un carpintero o una peluquera del pueblo. Su vocación perfeccionista ha hecho que les persiguiera la leyenda de que obligaban a firmar contratos que impedían modificar sus obras. Ellos lo desmienten: “A lo que obligamos es a construir bien, luego el tiempo puede intervenir. No para tapar, para sumar. Cuando la arquitectura tiene consistencia, lo admite todo”, indica Vilalta.

Habían rediseñado medio Olot cuando, con mucha cautela, decidieron comenzar a trabajar fuera de su comarca. En el parvulario El Petit Comte de Besalú ensayaron una arquitectura más industrializada que también desarrollaron en las escuelas francesas de Font Romeu. En las bodegas Bell Loc de Palamós enterraron el edificio y en la plaza-puente-teatro de Ripoll urdieron una tipología triple que parece que siempre estuvo allí.

En 2009, la muestra del pintor francés vivo más cotizado se convirtió en la más vista en la historia del Pompidou. Para entonces, el propio Pierre Soulages ya había encargado a RCR el diseño del Museo al que dejará su legado en Rodez, no lejos de Olot, pero al otro lado de los Pirineos. RCR exporta su idea de una arquitectura arraigada y cuidada, lista para ser devorada por el mundo con proyectos como el Centro de Arte La Cuisine en Nègrepelisse (2014) o el edificio de apartamentos que acaban de concluir en Dubái, “tomándonos todo el tiempo que precisa construirlo bien”, puntualiza Pigem.

Los autores del flamante y rompedor restaurante Enigma de Albert Adrià en Barcelona fueron, mucho antes, los diseñadores del Les Cols, de nuevo en Olot:  “Entre huertos y gallinas por primera vez tuvimos que plantearnos cómo hablar a lo que ya existía”. Decidieron hacerlo de tú a tú: sin alterar el lugar pero dirigiéndose a él con voz propia. El nombre de la chef Fina Puigdevall va asociado desde entonces al de estos tres arquitectos. Juntos dejaron claro cómo la vanguardia y la alta cocina deben convivir con la agricultura y el kilómetro cero. Algunos maestros modernos descubrieron cómo viajar por el mundo lleva a recuperar las raíces. RCR defiende lo contrario: son las raíces lo esencial para poder volar. En la otra parte del planeta, precisamente en Japón, en el Palacio Akasaka de Tokio, será donde el próximo 20 de mayo Carme Pigem, Ramón Vilalta y Rafael Aranda recojan, finalmente, su Premio Pritzker.

MINIMALISMO Y NATURALEZA

Aunque el estudio RCR (las iniciales de Ramón, Carme y Rafael) considera que “arquitectura solo hay una, la que contribuye al bienestar físico y espiritual” premiándolo, el Pritzker deja atrás una etapa en la que la defensa de una arquitectura social -las construcciones de emergencia del japonés Shigeru Ban o las viviendas incrementales del chileno Alejandro Aravena- parecía determinante a la hora de apuntar el futuro de la profesión. Actualizar lo local, destilando su esencia, aspira a convertir en universales valores particulares, empezando por el paisaje. La obra exigente, artesana y minimalista de RCR supone un reconocimiento a la arquitectura entendida como una forma de arte que incide en el escenario de la vida cotidiana sin renunciar a sus aspiraciones estéticas.

Fuente: El País.